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Percepción

Descalza en el pasillo de su casa, parecía disfrutar absorbiendo el calor que despedía el piso de piedra a esas horas de la noche. Vestida con un sencillo, pero delicado camisón de algodón blanco y recostada en uno de los tantos pilares del zaguán, ella se dejaba seducir por las irresistibles caricias de la brisa que en verdad eran para los helechos y llegaban desde el jazminero.

—¿Y esto? —pregunté a mi tía Delfina, levantando un álbum de fotografías antiguas que yo traía en la mano. Ella de espaldas no se inmutó siquiera, ni tampoco intentó formular respuesta alguna. Permanecía con una inerte mirada lejana, perdida en sus cavilaciones.

El apasionado y bullicioso himno de los grillos repentinamente fue sofocado por unos segundos gracias al achaque de tos que la aquejaba despiadadamente, mientras tanto ella tan solo me hizo unas señas para saber si traía cigarrillos conmigo, y de hecho que los tenía en uno de mis bolsillos, junto a un encendedor que disfrutaba atormentarme con sus mezquinas chispas en selectas circunstancias de la vida.

Mi tía acomodó uno de los cigarrillos entre sus filosos labios, y tomó otro para colocárselo detrás de la oreja, sin rubores ni ceremonias para simular permiso, mucho menos excusas. Era una de esas mujeres que podía ser leída sin portada, prólogo o introducción. Intensa, sin negarse a sí misma el placer de saborear el efecto que producía su presencia, que combinaba de manera armoniosa con su potente voz y seguridad.  

Tal vez su envidiable autoestima se formó con la edad, es decir que la adquirió por el camino, sobreviviendo en la absoluta soledad, apartada de todos en su venerada Quyquyhó, hasta donde llegué a visitarla desde la capital.

—Tía —le dije luego de iluminar su rostro con el fuego de mi encendedor, que presurosamente a la primera relumbró en chispas, raramente no me había avergonzado esta vez como lo hacía usualmente, lo más probable es que también le temía, y es que ella imponía respeto. —¿Por qué dejaste este álbum encima de mi valija? —repetí una vez más.

Delfina se deleitaba observando el misterio que había impuesto en mí, mientras el rojo intenso de la punta de su cigarrillo me indicaba algo que aún no lograba descifrar.

Ella se encaminó hacia uno de los bancos de madera que utilizaba en sus solitarias noches en medio de remembranzas y suspiros, estos estaban acostumbrados a compartir tanto sus anocheceres como amaneceres, hasta sus más ocultos secretos.

Me acomodé a su lado, abriendo el álbum que, a pesar de ser antiguo permanecía inmaculado. Apunté a una foto de la primera página donde se encontraba el retrato de un flamante y gallardo soldado paraguayo, su pose reflejaba la actitud de un verdadero tigre chaqueño, que dejaba escapar su desconfianza hacia la máquina fotográfica en las esquinas de sus ojos. —¿Este era tu pretendiente, tía? ¿Aquel que falleció cuando eras enfermera en la Guerra del Chaco? —interrogué a la par que ella cuidadosamente retiraba el celofán que lo cubría, provocando el satisfactorio chirrido de su despegue, y tomando la fotografía en sus manos me indicó que leyera la dedicatoria detrás de la misma.

«A medida que nuestro amor crece, menos espacio hay para él en este mundo» J.M. 1934.

—¡Qué galán y que romántico! Ya no existen hombres así… ¡Que pena tía! —respondí y entre suspiros fui entregándome al enigma de la noche.

Acostumbrado a sus inmortales silencios volví a guardar aquella fotografía y saqué la siguiente, bajo el escrutinio de su mirada de capataz feroz. Esta vez tomé una en donde aparecían dos hombres, uno de ellos con facciones familiares, vestido con el uniforme de soldado paraguayo, y el otro muy alto, apuesto, que lucía una especie de traje y más bien parecía un turista listo para el safari. Al dorso se leía lo siguiente:

«El amor no tiene cabida en corazones vallados» J.M. 1935.

—Sé que estás listo para conocer la verdadera historia, Felipe —sentenció mi tía entre tanto aplastaba el cigarrillo contra el piso con uno de sus talones, que por cierto tenían la misma textura que la de los reptiles.

Yo había llegado hace unos días para tomar fotografías de los alrededores del pueblo, contratado por una ONG que planeaba interiorizarse sobre las riquezas naturales del Paraguay. Accedí gustoso, e hice todo lo que estaba a mi alcance para incluir en mi itinerario una fugaz visita a la única y última sobreviviente de la familia de mi padre, su querida hermana Delfina.

Mi padre ya había partido al más allá junto a sus melancolías, que se traducían en tristes sonrisas y alegrías vacías, dejándome como recuerdo las frivolidades de aquellos enigmas. Su amor que a veces parecía genuino me alcanzaba después de sus propios obstáculos y lejanías.

No sé a que verdad se refería la tía, pero yo estaba dispuesto no solo a descubrirla, sino que a tragármela con todas sus espinas.

—Papá me había contado sobre la triste historia de tu prometido extranjero, pero es la primera vez que veo su fotografía. ¡Era muy atractivo! ¡Además, todo un poeta! ¿Es por eso que nunca te casaste o tuviste hijos, tía?

Delfina me observó como si yo fuera un niño pidiendo dulces o galletas con un vaso de leche antes de ir a la cama. Entonces tomó otra fotografía del álbum y me señaló al mismo hombre apuesto, arrodillado y con un semblante serio, aparentemente se encontraba examinando el suelo arenoso del Chaco minado de corazones destrozados que dejaba a su paso, y con voz temblorosa dijo: —Juan Martín era un auténtico caballero en todos los detalles posibles… Cumplía cabalmente los requisitos de un verdadero príncipe de esos que solo existen en los cuentos de hadas. Todas las muchachas estaban perdidamente enamoradas de él, desde el instante en que lo vimos llegar al fortín de Isla Po’i. Algunas reían sin razón nada más al verlo con esos cabellos castaños que resplandecían con el reverberar del sol y unos tremendos luceros brillantes escoltados de kilométricas pestañas —sonríe con los pocos dientes que le quedaban y suspira diciendo:

—Felipe, hijo… La guerra del Chaco fue un verdadero desafío para los hombres y mujeres de nuestra nación. Con solo imaginar o escuchar sobre ella no es suficiente para dimensionar su magnitud. Paraguay apenas se ponía de pie luego de la sangrienta Guerra Guasu cuando nuevamente cayó en esta.

Seguro tu padre te contó sus anécdotas, en especial aquella, donde por piedad tuvo que dar su orín a los semimuertos bolivianos que salían del monte a rogarles por cualquier bebida, e imagino que también aquella donde las garrapatas infestaron sus testículos. Pero, hijo, te aseguro que ni siquiera las visiones del libro de apocalipsis habían preparado a los paraguayos para revivir el horror de otra carnicería de compatriotas.

Desde mi puesto de enfermería, rezaba fervientemente a diario para no encontrar a tu padre entre los muertos o heridos que llegaban hasta el hospital del fortín. Atendiendo a muchos de nuestros hombres llegué a oír cómo la sed los hacía cometer la locura de tomar hasta su propia sangre.

Casi todos se encontraban con sus pieles mutiladas, rociadas por las esquirlas de las metrallas o fragmentos de karumbe’i. Recuerdo también a aquellos que temblaban por las noches, rogándome que espante al urutaú que merodeaba entonando su tétrica melodía fúnebre y que nos helaba la sangre a todos por igual. Otros delirando gritaban ¡A las armas!, también comentaban consternados el horror que sentían al descubrir a los «bolí» resecados, encaramados a los árboles o tendidos a lo largo del camino en espantosas posiciones. Jóvenes que vivieron cientos de vidas en una sola.

Fue en una de mis rondas entre los convalecientes cuando conocí a Juan Martín. Desvariando a causa de una fiebre y deshidratación. Ni sus facciones, ni sus ropas eran las de un soldado, y días después me enteré de que él estaba allí porque había sido contratado por nuestro gobierno a fin de documentar la guerra con sus fotografías.

—¿Él era fotógrafo? —interrumpí sorprendido.

—Así mismo —reafirmó tía Delfina y continuó:

—Hacía ya dos años que estábamos en guerra con Bolivia y para ese entonces, las enfermeras conocíamos la esencia de la muerte y llevábamos el perfume de la sangre impregnada en nuestros cuerpos como si fuera una colonia de procedencia maldita. El polvo, nuestra eterna desgracia, era un compañero ineludible que penetraba cada poro y orificio de nuestra humanidad, partiendo nuestros labios, calcinando nuestras gargantas. Mis ojos parecían cargar con toda la tierra del Chaco dentro y la tos atormentaba a todas por igual, hasta el punto de dejarnos sin aire. Varias fueron las compañeras que cayeron a consecuencia del tórrido calor que hacía en ese lugar, incluso bajo la sombra, también debido a la deshidratación galopante que sufríamos haciendo nuestras rondas —resumió, sorprendida tal vez de escuchar su propia voz al dejar escapar tantas amarguras sin previo aviso. Después de sobrevivir otro ataque de tos, ella retomó el hilo de la conversación:

—Los hombres suprimían sus gemidos, pero aún así los escuchábamos hasta después del fin de la guerra… Sus ojos vacíos, llenos de muerte y resignación que condenaron nuestras almas a un temprano castigo en vida. Acurrucados en sus improvisados lechos se marchitaban lentamente en sus tristezas al igual que todo alrededor de ese desértico clima. Varias veces me pregunté ¿Cuántas cartas fueron escritas a madres, esposas e hijas desde esos mismos lechos? ¿Cuántas de esas mujeres leyeron esas últimas líneas más de una vez? Jamás quise estar debajo de sus pieles, pero era inevitable huir de ese pensamiento cada vez que aparecían más heridos en el hospital —Tomó un respiro y buscó el cigarrillo que se encontraba detrás de su oreja. Nervioso, como si fuera a jugar la ruleta rusa le ofrecí nuevamente el fuego de mi encendedor impredecible, en tanto un hilo de sudor serpenteaba mi espalda.

—Una madrugada luego de la batalla de Cañada Strongest llegaron incontables hombres, irreconocibles por la mugre, bañados en sangre, algunos apenas alcanzaban a abrir la boca para pedir tan siquiera unas pequeñas gotas de agua antes de partir. Morían delirando con aquel líquido sin sabor y las entrañas resecas. Turbada y desesperada, creí ver a tu padre en cada uno de ellos y aunque nos turnábamos para descansar o rotar con las demás muchachas, simplemente no éramos suficientes.

La tierra se estremecía con cada bombardeo y la agonía colectiva nos embargaba por completo ante cualquier sonido semejante al rugir de unos motores en el cielo, pero, aún así en medio de todo eso, Juan Martín se transformó en un oasis que restaba el peso del caos de mi vida.

Recorrí casi todas las arrugas que atravesaban el rostro de mi tía mientras ella hablaba. Hasta que pude rescatar sus ojos, que se ahogaban en el brillo de sus emociones y me atreví a decirle:

—Tía, tus historias de la guerra son increíbles y cautivantes, pero no quiero que trasnoches por mi culpa, ya deberías descansar —Ella interceptó mis palabras y las aniquiló dentro de su ronca e inmediata carcajada sentenciando a continuación:

—¡Hijo! Aquí no hay hora exacta, sino para morir. Dale el gusto a tu vieja tía. ¡Quién sabe cuándo nos volveremos a ver una vez que te marches por la mañana!

—Tienes razón, tía, solo estaba preocupado porque tengas un buen descanso ya que esa asfixiante tos no para. Déjame prepararte un té con el agua caliente de mi termo —exclamé mientras caminaba hacia la cocina. Ella sonrió a medias, observándome nuevamente como si a mis treinta años aún me faltaban muchas cosas que aprender de la vida.

A mi vuelta no se resistió al saquito de miel y jengibre que flotaba en su pocillo verde de loza. Durante mi corta estadía pude notar su preferencia hacia el mismo. Ella aspiró con gusto el fragante aliento del té que danzaba con el suyo.

La tía Delfina disfrutaba de su soledad como si hubiera nacido de ella. Cuando sus padres y luego todos sus hermanos fallecieron, ella tomó posesión de la casa de Quyquyhó y dejó a la cada vez más fragorosa Asunción en el pasado. No trajo más que sus libros y algunos retratos familiares como compañía.

Vivía sin ayuda, gracias a una pensión que era suficiente para comprar lo básico y sus benditos cigarrillos, y jamás se quejaba o pedía que la visiten, pero tampoco se molestaba si lo hacían.

«Aquí, lo que sobran son paredes y techo» decía cuando alguien le preguntaba si podía llegar a hospedarse con ella. Aunque parecía frágil, más aún con esa aterradora tos de fumadora insaciable, su espíritu seguía ileso. Una anciana que irradiaba valentía hasta de espaldas. De pronto, como leyendo mis pensamientos dijo:

—No me vas a malacostumbrar en tan solo tres días, Felipe.

—Tía, me gusta pasar tiempo contigo, y además sé que a papá le gustaba visitarte en esta casa para recordar su infancia… Ahora, no voy a negar que también me atrapaste con la historia del fotógrafo galán. Por favor, tía, continúa.

Noté que su mirada empezaba a oscurecerse y entreabrió los labios para proseguir:

—Luego de aquella espantosa noche me encontré a tu padre flotando en su propio charco de sangre, con la pierna destrozada por una bala de mortero. Estaba pálido, sin nada de pulso tirado en una camilla polvorienta de trapo. Los médicos lo dieron por muerto. Algunas compañeras intentaban apartarme con fuerza para que no lo vea, prometiéndome que harían todo lo que podían por él, tal como si fuera un hijo o hermano de ellas mismas. Yo perdí el sentido al ver a mi hermanito de aquella manera.

Juan Martín me halló derrotada en un rincón del hospital luego de aquel episodio. Él ya se había recuperado y me estaba buscando para agradecerme por los cuidados que recibió de mi parte, pero acabó consolándome, mientras tu padre era operado bajo la condición de que tan solo un milagro podría salvarlo a él y a su pierna.

Ese día me sumé al dolor de los pacientes y familiares. Todos éramos los infelices invitados a una velada con el mismo diablo, esperando una sonrisa, o un hachazo del destino. De sus dedos oscilaba el péndulo que nos daba o quitaba el próximo aliento.

Todo parecía irreal hasta que por fin escuché mi nombre, «Delfina», «Delfina» y vi a Juan Martín, quien tomaba mis manos con una sonrisa. Pude leer inmediatamente en sus labios la noticia de que mi hermano seguía con vida.

Corrí a verlo, y sujetando los dedos que aún le quedaban en las manos prometí no abandonar su lecho hasta su recuperación absoluta. Él aún no podía hablar o verme, pero noté sus lágrimas. Ellas caían limpias sobre su inmundo rostro regado de sangre, dándome la certeza que aún podía oírme —Continuó relatando con una voz que parecía alejarse de repente, y desde ese momento sus memorias no llegaban solas, sino acarreando junto a ellas, profusas gotas de lágrimas que me oprimían el corazón. Me sentía un verdadero inútil al contemplarlas estrellarse en el abismo de la noche, pero no podía ser más que un espectador de su duelo e inconmensurable tristeza.

—Tía… —Ella me hizo un ademán con la mano para que no rompa el silencio que hasta parecía sagrado, y volvió a tomar el álbum para enseñarme una foto donde pude reconocer a mi padre en un catre, sin el sombrero. Sentado, intentando una sonrisa imposible, pero con los ojos aún innegablemente llenos de chispas.

—Esta fotografía fue tomada por Juan Martín, semanas después de que los médicos le operaron. Yo se lo pedí como recuerdo y prueba del milagro de su vida, y también para recordar a tu padre la fortaleza que tuvo en esos momentos. Juan Martín pasaba a visitarme cuando podía, y me encontraba siempre al pie de la cama de mi hermano que se iba fortaleciendo gracias a los inmejorables locros que preparábamos con las muchachas y las buenas noticias de la avanzada paraguaya en el Chaco.

Los tres también conversábamos sobre cómo transcurrían nuestros días y todo lo que conllevaba ser testigos forzosos de los más terribles sucesos de la guerra, pero al mismo tiempo Juan Martín gozaba del privilegio que significaba inmortalizar no solo en su memoria, sino en sus fotografías aquello que más tarde se transformaría en una parte importante de la historia del Paraguay. 

Aunque ese hombre era un extranjero, se comportaba como un hijo natural de nuestra tierra, y celebraba cada una de nuestras victorias, anhelando la paz y el final de la guerra.

Cuando los bolivianos se encontraban rodeados, con un reloj dibujado en sus caras y haciendo la cuenta regresiva de sus días en el Chaco, ya nos animábamos a hablar o especular sobre lo que haríamos en el futuro. El fin estaba cerca, teníamos derecho a soñar con él.

En una de esas tantas conversaciones, Juan Martín me propuso viajar juntos a algún rincón del mundo. Me dijo que podría seguir ejerciendo mi profesión de enfermera, e incluso proseguir mis estudios y él continuaría con sus fotografías.  No mencionó la palabra compromiso, matrimonio, mucho menos hijos.

Sí, sí. Todas las muchachas del hospital estaban locas por él, pero de alguna manera yo sentía solo una profunda amistad y agradecimiento por su compañía, nada más. Y tal vez por esa misma razón, consideré seriamente aceptar la propuesta.

Yo no quería casarme aún ni llenarme de hijos sin siquiera tener la oportunidad de ver el mar.

Todo aquello se hizo trizas en mi corazón una de esas noches en que uní las piezas y los vi tomados de la mano. Sonreían de una manera que solo ellos podían comprender y que reducía a todos los demás humanos en verdaderos desconocedores del amor transcendental.

Mi negligencia o ilusión creía que el mundo me esperaba de brazos abiertos, mientras yo caminaba con los ojos vendados en medio del fuego cruzado de aquellas miradas.

No voy a negar que ya empezaba a notar el sonido de ambos corazones resquebrajarse en cada «buenas noches» o «hasta mañana», a sabiendas de que tal vez ninguna de esas cosas planeadas iría a ocurrir en sus vidas. Ambos estaban viviendo ese amor en un tiempo prestado. Un tiempo que el resto del mundo no les cedería, no a ellos, no a muchos como ellos.

Entonces comprendí el porqué lo llevaba de ayudante para tomar fotografías nocturnas o por varios días cada vez que podía. Aquellos paseos por los lugares más remotos del fortín en busca de un lugar estratégico para el propósito de su labor. Entendí por que Juan Martín insistía tanto en ayudar a tu padre a caminar sin sus muletas, cargándolo en sus brazos ante cualquier oportunidad o excusa —Delfina se tocó el pecho profetizando una arremetida de tos que la obligó a hundirse y escupir una espesa y sanguinolenta flema a un costado del suelo. No sabía lo que estaba pasando. Estaba aturdido, indispuesto. Quise levantarme a traer un pañuelo o servilleta como excusa, pero ella sujetó una de mis piernas.

—Escúchame, Felipe, es muy importante que sepas y entiendas la verdad. En ese instante comprendí que los cuidados, la compañía, los chistes, y los planes no eran para mí sino para mi hermano. Che ndaha’éi número ni gente sino un desecho, como ese escupitajo que recién expulsé, así llegué a sentirme. Algunos rumores empezaron a dar vueltas en el hospital de Isla Po’i, hasta que me alcanzaron y fue allí que intenté hablar con tu padre, aunque no sabía exactamente qué decirle.

¿Enojarme? ¿Castigarle? ¿Juzgarle? ¿Hablarle del fuego del infierno? ¿Atormentarlo con el qué dirán mis padres y los demás? ¿Prohibirle amar a otro ser humano? ¿Quién era yo para dictar lo que podía o no podía acontecer en su vida?

Tal vez a tu edad, te habrás dado cuenta de que el corazón hace lo que quiere, y pocas veces escucha al ser humano que lo cobija en su interior. ¿Quién era yo, o qué garantías tenía para mandar dentro de él?

Cuando al fin los confronté, ambos lo negaron sin pensarlo dos veces, dijeron que las personas exhaustas, debido a la guerra veían o pensaban lo peor de cualquier cosa.

Me sentí traicionada hasta los huesos, dolida por no ser merecedora de sus verdades. ¿Acaso ambos ignoraban el papel que cumplía en esa guerra? La función que me obligaba a ver lo peor de la humanidad a cada minuto, a cada hora, pero contradictoriamente me exigía a cambio entregar todo y solo lo mejor que tenía en mí. Ellos meramente ignoraron todo el amor que me unía a los dos, a mi hermano y a Juan Martín, por todo lo que habíamos pasado juntos.

En ese instante, mis ojos ya no soportaron el ardor y se dejaron enjuagar por unas lágrimas. El dolor que sentía de alguna manera logró traspasarme. Mis memorias comenzaron a obsequiarme escenas junto a mi padre, en las mismas y sin saberlo, sus ojos declaraban abiertamente ante mi existencia e ignorancia que el amor que sentía por Juan Martin no había sido derrotado.

Delfina tomó una de mis manos con firmeza y continuó:

—Ellos pusieron en marcha un plan para no hablarse ni dejarse ver juntos desde aquel día. Más tarde me enteré de que la separación fue un pacto secreto que duraría hasta el final de la guerra. Juan Martín tomó víveres y toda el agua que podía y se marchó hacia los fortines más inhóspitos del Chaco. Mi hermano estaba sano, pero deshecho interiormente y volvió a servir en su regimiento a pesar de mis ruegos y súplicas. Una de esas noches cercanas al final de la guerra, llegó borracho diciendo que muchos bolivianos habían desertado, y que la situación de los bolivianos era insostenible luego de las derrotas en Ybybobó e Ingavi. Que nuestras fuerzas marchaban hacia una victoria segura.

Todos festejamos la noticia como si esa fuera la última noche de nuestras vidas en el Chaco paraguayo. Los músicos que se encontraban cerca, ejecutaron melodías que ensalzaban la gloria de nuestros hombres y mujeres, además del fin del suplicio de un pueblo hastiado.

Fumamos, tomamos, vitoreamos, bailando al son de la música que no cesó hasta los primeros rayos del día siguiente. Amanecimos exhaustos de júbilo, borrachos de entusiasmo. 

Con el correr de los días, llegaron aún más noticias que nos acercaban a la paz. Mucha tinta y lágrimas corrieron conmemorando la victoria del Paraguay, dando la bienvenida a otra profunda cicatriz en nuestra tierra y memoria.

La ayudante de uno de los médicos del hospital donde servía, se acercó en esos momentos de celebración para animarme y decirme que ella sí sabía la verdad sobre mi hermano.

Mi corazón se detuvo y mi sangre se heló en ese instante, cuando me confesó:

—Anoche estuvimos juntos y puedo negar cada uno de esos terribles rumores.

Imaginé una estrepitosa cachetada como respuesta a lo que me acababa de decir, pero me ganó la pena que me dio la pobre muchacha. Pobre Ángela… no sabía donde se había metido ni qué le deparaba el destino.

Busqué a tu padre todo ese día, hasta que lo encontré deambulando en las afueras del hospital. Lo tomé del brazo exigiéndole la verdad sobre todo aquello que ya era un secreto a voces, necesitaba saberlo de una vez por todas. Estaba cansada de ser tratada como la hermana tonta en aquella situación. Mis padres me habían encargado a mí su cuidado y no al revés. Sus mentiras estaban costándole nuestra relación, nos alejaba, nos destruía. A todo eso se sumaba lo que acababa de confesarme Ángela. A causa de mi frustración en aquel momento podría haber encendido cualquier pajonal con mi aliento —Se secó las lágrimas con el puño de su impoluto camisón, y con sus ojos me rogaba que la siga escuchando, al son de los primeros gallos que a lo lejos ya se atrevían a cantar.

Esta no solo era la verdad sobre Juan Martin y mi padre, sino la mía. Asimilarla era la única opción para algún día llegar a aceptarla, pero antes tenía que comprender la existencia de ese amor.

—Tu padre lo confesó todo en medio de un incontenible llanto, entonces lo tomé entre mis brazos como si fuera un recién nacido exhausto de tan solo llegar a este mundo. Me imploraba perdón por tantas mentiras y por sus «pecados» entre sollozos y la nariz húmeda.

Mi corazón apenas soportó su calvario. Le recordé que tan solo era su hermana, aquella que lo amaba incondicionalmente y que era capaz de todo para protegerlo o hacerlo feliz y que Dios era el único que podía adjudicar perdones o bendiciones.

Tomé su rostro en mis manos, y le dije que se me ocurrió un plan ridículo, pero que tal vez podía funcionar. En la desesperación pensé que podría casarme con Juan Martín. Irnos los tres juntos de viaje a algún lugar lejano donde todos podríamos ser felices. El besó mis manos murmurándome cuánto me quería.

Sin embargo, la retirada de los paraguayos se puso en marcha tan solo unos días después del cese de los últimos enfrentamientos y antes de que pudiera volver, Juan Martín. Tanto tu padre como yo regresamos a Asunción a las pocas semanas sin haber tenido noticias certeras del fotógrafo extranjero o su paradero.

Meses después en ese mismo año 1935 y durante el Desfile de la Victoria de Asunción, lo vi al frente de la multitud tomando fotografías de los valientes hombres y mujeres que sirvieron a la patria. Los corazones de los paraguayos rebozaban de orgullo al vernos pasar. Música y tambores tronaban hasta en nuestros esqueletos, mientras que Juan Martín escudriñaba con sus lentes y ojos a cada uno de los hombres. No se detenía más de un segundo para observar los rostros de los marchantes, hasta que encontró el de mi hermano, quien ya lo estaba observando.

Siempre imagino ese instante como si el tiempo se detuviera tan solo para ellos. Ninguno de los dos sabía si aquel encuentro era una bienvenida, despedida, o un flash que el destino les obsequiaba para llevarse a la eternidad junto a sus almas.

Al término del desfile alguien me tocó el hombro, extrayéndome de la visión del momento vivido por mi hermano y Juan Martín. Maravillada, apenas reconocí a Ángela, vestida impecablemente, radiante con su vestido de gala y peinada a la última moda. Su intenso labial contrastaba con la blancura de su piel y dientes. Parecía una auténtica novia, camino al registro civil. La abracé con la intensidad del momento y apenas la solté, noté sus ojos cargados de lágrimas. Estábamos emocionadas de volver a vernos, sanas, celebrando y por sobre todo con vida. Ella entonces tomó mi mano y la colocó sobre su vientre, yo levanté la mirada para encontrarme con la suya y en ese mismo instante confirmé que era allí donde estaba ocurriendo la gran celebración de la vida, además del que se gestaba sobre las calles de Asunción.

Volví a estrecharla entre mis brazos, pero esta vez noté a la señora de luto que estaba parada detrás de ella, y quien posó sus ojos de águila sobre cada uno de mis movimientos y expresiones —Detuvo su narración y observó el horizonte pestañeando, examinándolo. El cielo de Quyquyhó aún no dejaba escapar a la noche, pero se dejaba alcanzar por los juguetones destellos del amanecer. Miré el reloj que llevaba puesto, eran casi las cinco de la mañana. Más animales con sus alborotos y cánticos se unían al concierto de bienvenida a la alborada, pero ni la voz áspera de tía Delfina ni la resolución de su impetuoso espíritu iban a rendirse hasta el final.

Yo perdí el sueño. Conmocionado y atónito ante el atropello de mil ideas que se chocaban en mi cabeza al mismo tiempo. Mis recuerdos se contradecían en el intento de descifrar el hermetismo de mi padre cada vez que sus taciturnos ojos se posaban sobre mi cámara fotográfica. Siempre creyendo que la decepción y soberbia de no poder llamarme doctor o ingeniero era el bendito motivo que perfeccionaba cada vez más el abismo entre nosotros. Mis frustraciones enfrentándose a su dolor y el mío, ignorando la verdad de la llama que incineraba su corazón.

Delfina entonces reanudó su relato:

—Tus padres se casaron al día siguiente.

—Yo fui parte de la fatalidad que vivimos todos ese día. Yo conociendo la verdad. Ángela, tu madre, sin la menor idea. Tu padre tratando de olvidar a Juan Martín, y este último tomando las fotografías de la boda, que fue una discreta ceremonia civil.  Éramos tan solo unos seres pequeños e incapaces de enfrentar nuestras realidades.

La hipocresía sirvió parte del banquete de ese día, contaminando desde las sonrisas, hasta la champaña que descendía amarga por nuestras gargantas. No obstante, las apariencias prevalecieron hasta el final de la ceremonia, e incluso por lo que veo hasta el final de sus vidas.

Pero no de la mía, Felipe. Yo vine a Quyquyhó empeñada a morir tranquila. La verdad, este álbum y tu presencia forman parte del mismo plan. Tal vez me quedan días o semanas.

Hace meses dejé de escuchar a los inútiles médicos que ni siquiera pueden predecir mi muerte. ¡Imagínate! Pero yo la conozco tan bien que aspiro su pestilencia, distingo su silueta detrás de cada imagen que se presenta ante mis ojos —En ese momento parpadeó profundamente para después continuar:

—Juan Martín me entregó el álbum que te enseñé esta noche. Me rogó que fuera la guardiana del secreto que me costó toda una vida custodiar. A veces no podía cargar con su peso, viendo a tu madre quien te amaba con locura, desconcertada ante las eternas separaciones y alejamientos de tu padre, quien alegaba trabajo, cacería, pesca con los amigos, o simplemente la ignoraba.

En esos momentos llegué a maldecir el egoísmo de los dos por comprometerme a este suplicio no solicitado. Pero luego veía a tu padre luchar con sus propias sombras, dedicándose a amarte con todas las fuerzas que le quedaban después de cada batalla con sus fantasmas del pasado y fue allí que aprendí a admirar sus infiernos, a respetar un amor que sobrepasó todo lo que yo conocía. Un amor, presente aún en la ausencia, inquebrantable a través del tiempo, uno que sobrevivía en los más ínfimos silencios y se basaba tan solo en la pura conexión de dos almas. Un amor que todos tenemos el derecho de vivir, pero no todos somos tan afortunados de encontrar. Un amor que para muchos no fue creado para comprendido.

La brisa que arrasaba el rocío de la campiña llegaba hasta nosotros confirmando su sabiduría y con el amanecer, el canto del corochiré elogiaba las últimas palabras de la tía Delfina profetizando la llegada de aquel alivio tan anhelado que yo buscaba desde aquellos años de angustia y confusión que me enredaron en sus garras por tanto tiempo. Hoy, este nuevo día traía consigo la absoluta verdad y me ofrecía una salida.

Tía Delfina ya exhausta pero serena entonces dijo:

—Juan Martín se marchó nuevamente al Chaco, perdiéndose en el monte con el corazón despedazado, no sin antes dejarme el álbum de recuerdo. Tu padre jamás se enteró de la existencia del mismo. Yo solo quería evitarle más tristezas de toda una vida que no pudo ser.

Años más tarde, leí en los diarios sobre el hallazgo de equipos, pertenencias y algunas fotografías dentro de una carpa a pocos metros de unos restos humanos en el Chaco. Aparentemente, Juan Martín se quedó dormido tomando fotografías del cielo, o tal vez soñando con las estrellas cuando posiblemente su corazón lo abandonó en el medio de sus melancolías, de un latido al otro —Una vez más la tos volvió a ensañarse con ella, quien entre carraspeos no se daba por vencida en el intento de descansar por fin, alivianar aquella carga que había llevado por tantos años, y así finalizar su confidencia:

—Él y tu padre, me esperan al otro lado de este amanecer, puedo verlos sonreír extendiendo sus brazos, en este mismo instante.

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