Querida Juana:
Le ruego tenga la amabilidad de proveer hospedaje de parte mía al señor John Parish, en su amplia y hermosa finca, tan solo por unos meses. Hace tiempo ya que el mismo ha emprendido la búsqueda de una casa de campo y sé que estaría cómodo en un lugar como el suyo, más aún contando con una anfitriona como vuestra merced. Su nombre es reconocido y respetado por todos y él, un ilustre inglés, trabajador y comerciante, tal como usted”.
Comandante La Cedar
Al principio no podía dejar de pensar en lo que dirían de mí si un hombre de su edad se hospedara dentro del mismo perímetro siquiera de la finca de una mujer casta, honorable y, por sobre todas las cualidades, disponible como yo. Sin embargo, ¿quién podría negarse a una petición del poderoso padrino? Su suplicante pedido despertó mi compasión y me pregunté, ¿qué dirían en el pueblo si negara hospitalidad a un forastero? ¿Quién sería capaz de agraviar al comandante La Cedar de semejante manera? ¿Acaso una mujer de buena familia, bondadosa e íntegra como yo? Pues no, yo no lo avergonzaría.
Aquel extranjero y sus pertenencias llegaron poco tiempo después, luego de un par de días. Al momento de conocerlo no imaginaba que podría llegar a amarlo, mas así fue desde el primer instante que lo vi seducido por mis tierras aquella primavera de 1812 en el que se acercó y tomando mi mano como un digno caballero de leyendas procedió a besarla con delicadeza, y se introdujo con un nombre que envolvió mis sentidos tal como si fuera un hechizo.
Ignoraba si la vida estaba obsequiándome aquel ser que me cansé de implorar a todos los santos, o si tal vez simplemente el destino estaba desafiando a la impávida soledad que se había apoderado de mi alma desde hace un tiempo atrás. Él podría ser el perfecto dueño de mi vida. Su juventud despertaba en mí una vitalidad que desconocía.
El forastero explicó que solo se hospedaría por unos meses, que seguiría en la búsqueda de un lugar en donde vivir y concretar negocios cerca de la capital.
—En Asunción hay muchas almas, muchas sinfonías —dijo él con un adorable acento importado— El comandante La Cedar me conoce muy bien y pensó que tal vez usted podría albergarme y yo podría compensarla…
—Por favor, no me ofenda señor —Lo interrumpí. —Si usted es amigo de mi padrino será recibido bajo mi techo como si fuese él mismo.
—Se lo agradezco. Soy apenas un viajero, un mercader, amante de la simplicidad, de ver nacer y morir al día en el campo, aspirando el perfume de la vida. Será solamente hasta que llegue el próximo vapor a la capital con mis mercancías. —Remató él dejando que la brisa le alborotara sus cabellos rubios, y agregando una sonrisa que provocó un temblor en mi corazón.
A pesar de eso, intentaba no actuar como una tonta frente a todos. No lo agasajé con aquel inmenso amor sin dueño; desde el primer día fui amable, pero sin excesos, cumplí con el papel de buena samaritana, mientras intentaba en vano controlar la insaciable sed de amor que él en mí despertaba.
Con el corazón encandilado lo conduje hasta sus aposentos, cuando el crepúsculo se iba tiñendo de escarlata y las cigarras acallaban.
Mis sirvientes lo trataban como si él también fuese el amo, desde su llegada se deshacían en atenciones y con el tiempo fui reparando en los ojos clandestinos y atrevidos de las mujeres que se le acercaban bajo cualquier pretexto solo para verlo. Él partía algunas mañanas hacia la capital esperando noticias de su barco, mientras en mí crecía un orgullo infectado de celos, que transformaba al bello e importado huésped en mi único trofeo.
Conversábamos sobre curiosidades de nuestros mundos durante las comidas y en tanto pasaban los meses una combustión de furia ardía en mi estómago cuando las muchachas se acercaban a servirlo. Estas se comportaban como moscas que parecían revolotear sobre la porquería de mis pensamientos lujuriosos hacia él. Se veían ridículas, ocultando risitas y simulando rubores, visibles a pesar de sus pieles del color de la miel y la tierra.
Me excusé ante todos diciendo que mi reputación de gran anfitriona sería arruinada por la conducta de estas muchachas. Me dispuse yo misma a servirle a mi invitado sus comidas, a acompañarlo durante los mates, e incluso a la hora de fumar un cigarro. El extraño se perdía en el laberinto de mis relatos, y se reía deliciosamente cada vez que atrapaba una palabra en guaraní escapándose de mis labios. Se veía como un niño insaciable en cuanto desmenuzaba solo para él algunos de sus significados. Ante todos, él era un invitado impuesto por el destino y yo una casual hospedadora, que no tuvo otra opción más que albergarlo deleitándome con las narraciones de sus viajes extravagantes y lejanos.
Las estrellas de mi cielo ardían cada vez que lo veía llegar por el camino que lo conduciría hasta mi morada cuando el día se escurría. Envuelta en el candor de mis pensamientos, con el corazón desbordado latiendo en cada extremidad de mi cuerpo, mis ojos iban memorizando cada rasgo de su agraciada figura, que continuaba agrandándose en el sendero.
Cada día que pasaba era mejor aún que el anterior; pero el tiempo se detuvo después de unos meses cuando el silencio cayó sobre nuestras conversaciones como un comensal inesperado, e incómodo. Yo sentía sus ojos indagando los míos, recorriendo por debajo de mi blusa hacia mi crucifijo. Supe entonces que no estaba sola en mis quimeras.
Sus ojos me observaban como los de un artista, que pintaba y despintaba instantes de nuestras almas enredadas sobre un lienzo invisible. Perdía horas fantaseando con la reacción de mi piel ante el roce de sus manos, con sus labios humedeciendo los míos, con la tentación de sus deliciosas palabras en mis oídos. Nos imaginaba siguiendo el ritmo de las aguas que suben y bajan a la orilla de un río; caricias y palabras entre afónicos suspiros, amalgama de ojos azules y negros, su blancura almidonada junto a la caoba de mi tez.
Un día, víctima del vigor de mi pasión, perdí la cabeza, así como la vergüenza. Preparé para mi huésped un festín que en sí mismo contenía un poema, y hasta contraté músicos del pueblo para que lo ayudaran a digerir mi propuesta.
Carne asada y tierna,
Mandioca cocida al punto, ni suave, ni firme o salada,
Chipas crujientes que perfumaban el ambiente,
Y como postre, torta de miel negra,
el manjar que finalmente lo amarraría a mi tierra
Logré sorprenderlo con mi banquete, porque disfruté de sus expresiones aún bajo la tenue luz de las velas sobre nuestra mesa. Su rostro florecía cada vez que yo alzaba la voz por encima del sonido de las guitarras que me acompañaban, no para competir con ellas, sino para mantenerlo así hipnotizado a mi canto, a mis letras.
“Llegaste como un viento cálido a mis jardines descoloridos, un viento desconocido que trajo consigo el aroma de todo aquello que aún no he vivido. Con tu brisa me haces ligera, y me liberas para ir volando contigo a donde quieras”.
Su mirada se torno incrédula ante la potencia de mi voz y el carisma de mis versos. Él seguía cada uno de mis gestos y se sonrojaba cada vez que yo le sonreía y captaba sus ojos fijos en cada curva que hacía mi cuerpo. Al final, los músicos sorprendidos con el encantador y reverendo espectáculo, se marcharon sin decir una palabra, dejándonos solos, y esta vez fui yo quien se acercó, tomando sus manos.
Su piel tenía el mismo calor que soñé y que me mantuvo en vilo durante tantos meses. Aquellas manos con las cuales imaginé pasar cada futuro atardecer, oyendo el canto de los pájaros hasta dejar de ser.
Hundiendo mis ojos en los suyos, me declaré libre para amarlo hasta el fin de sus días y de los míos, sin miedo a lo que dirían de mí en el pueblo, mis amigos, el padrino y todos aquellos quienes me imaginaron vistiendo santos.
Sin embargo, su silencio me detuvo, y me percaté de la sombra que se posaba sobre las aguas diáfanas, de sus ojos ahora desprovistos de amor.
Por un momento las palabras se deshacían dentro de su boca, que se abría y cerraba sin poder expulsar una respuesta.
Sentí a mi pobre corazón a punto de estallar en ese momento. El comedor empezó a dar vueltas y sus paredes a encogerse. Volví la mirada hacia la mesa donde habíamos comido y en un desvarío me pareció ver a mi corazón desmembrado encima de los platos, endurecido junto a las chipas, achicharrado, con el mismo color del postre oscuro que había preparado.
—Juana…—Agregó una sonrisa conciliadora; obligatoria—. Yo tan solo soy un viajero, un aventurero.
Sus rozagantes manos sujetaban las mías, acariciando mis profundos surcos y manchas.
—En cambio, usted—prosiguió él—. Usted posee todo aquello de lo que yo aún carezco y que algún día aspiro, por cuenta propia, obtener. Su vida se encuentra aquí, en su tierra, en Paraguay, en su trabajo, en lo que hace. ¿Quién soy yo para arrebatar todo eso a mis veinte años, a una mujer de ochenta y cuatro?