—Doña Rosa, ¿qué hace? —Le preguntó la joven enfermera que venía a cuidarla a diario. — ¡Una mujer de ochenta y pico! ¿Cómo tiene tanta energía para andar husmeando por toda la casa? ¿Qué busca?
—No seas entrometida, Esme. —Era la respuesta de una molesta doña Rosa, con voz temblorosa, así como sus piernas.
Esme no se ofendía con los cambios de humor de doña Rosa. Sabía que, al rato, sus cansados y grises ojos se posarían sobre ella, preguntándole como si nada:
—¿Me llevas a caminar por el jardín, Esme? O ¿has visto a mi marido?
Entonces la enfermera la llevaría del brazo a dar un corto paseo en donde Rosa olvidaría por completo sus preguntas y la rudeza con la que la había tratado. Esas salidas la relajaban y luego Esme la dejaba reposar en su mecedora, donde la anciana entretenía a una platea invisible, diciendo en voz alta lo que se le venía en gana. A veces se trataba de un gracioso monólogo, que podía declamar con la elocuencia de una veterana actriz de teatro.
La belleza no había desamparado a doña Rosa con el paso del tiempo. Mujer de maneras graciosas, en su tez yacían pliegues capaces de deleitar a una platea con sus historias. Sus cabellos, con más hebras oscuras que grises, aún sostenían joviales bucles que la ayudaban a burlarse de los años sin mucha dificultad.
Pasaba la mayor parte de las horas del día recorriendo las habitaciones de su vieja casona, escarbando armarios o decrépitos baúles en busca de algo o alguien. Cuando al fin desempolvaba algún souvenir o fotografía, se quedaba en silencio, paralizada por algún recuerdo que la embargaba. Esme la observaba sin decir una palabra y la dejaba soñar con los ojos abiertos por un buen rato. Sabía que a Rosa le gustaba perderse en sus desvaríos, hasta el punto que no podía distinguir en qué año, día o mes se encontraba, o hasta que al final de su trance, el mar de sus reminiscencias la expulsaba como a una náufraga a la orilla de una isla desconocida.
En sus días buenos, Esme escuchaba atenta las anécdotas sobre cómo, años atrás, los hombres se disputaban por el perfume de su amor. Pero hasta donde ella pudo enterarse, Rosa no perdió el sueño por ninguno. Para ella solo existía una figura que justificaba la pérdida de tiempo junto a la luna y las estrellas. Su nombre no era muy complicado, ni mucho menos rebuscado, pero ella lo encontraba ridículamente fascinante. Ramón, dos sílabas insulsas que daban vida y un sentido existencial a sus oídos.
—¡Ay Esme!… Él se presentó como un misterioso galán diciendo: “Buenas noches, señorita. Hermosa noche… tal como usted”. Yo apenas pude disimular el arco de felicidad que se formaba en mis labios. Un tenue rubor coloreó mis mejillas, mientras yo fingía que el sosiego no me había abandonado.
La joven enfermera sonreía mientras se imaginaba la escena.
—“Buenas noches, y muchas gracias por la gentileza” —respondí, sin encontrar motivos por los cuales semejante ejemplar seguía disponible. Yo supuse que se trataba de un sapo debutando su estatus de príncipe recién salido del pantano. Ramón era alto; pero sin exageraciones, de piel morena, y cejas arqueadas que custodiaban un par de ojos astutos que me hipnotizaron desde el primer instante. Aún recuerdo su firme respuesta: “Si usted tilda de gentileza a un hecho inequívoco, pues Dios bendiga su humildad, señorita. Ramón… encantado de conocerla”, dijo él, adicionando un delicado beso al dorso de mi mano. Yo apenas pude susurrar mi nombre y todos mis sentidos se perdieron en aquel espléndido momento.
Cuando Doña Rosa contaba esa historia, suspiraba con la mirada fija hacia los ventanales, que daban al patio, mientras en sus pupilas se reflejaba el inevitable atardecer que llegaba para recordarle la cuenta regresiva de sus días.
—Y luego bailaron, ¿no es verdad, doña Rosa? —preguntaba Esme, conocedora del resto del relato, pero que no se molestaba por volver a escucharlo, una y otra vez.
—Sí, así fue. Una bella guarania, que serpenteaba por los rincones del salón de baile donde nos conocimos, terminó por intoxicarnos con sus suaves notas, aumentando el hechizo entre nosotros.
—“¿Me concede esta pieza?” —me preguntó, muy confiado en mi respuesta. ¿Cómo negarme? Yo quería saber todo sobre él. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Cuáles eran sus intenciones? ¿Quién había almidonado aquella camisa con tanto pachulí? Y, por sobre todo, ¿de quién había heredado esos labios carnosos y el color de su piel? Ramón me llevó hasta el centro de la pista, en donde el destino me había tendido una dulce trampa y yo caí complacida. Desde aquel instante, una serie de conspiraciones tomaron cuenta de la noche. Las tenues luces de los alrededores, las irresistibles melodías de nuestra tierra, y el aire juguetón cargado de embriagadores aromas, eran tan solo fracciones del gran rompecabezas de nuestro amor. — Recordaba Rosa, con una voz lejana, que iba perdiendo calidez.
Esme juraba que a través de esos relatos, podía aspirar el aroma de los jazmines, las flores del naranjo y las guayabas, madurando bajo la luz de la luna durante aquella noche mágica.
De pronto, y en pleno éxtasis de recuerdos, Rosa perdió el hilo de su propia historia y volvió de súbito a otro más de sus seniles atardeceres.
—Es casi noche. Estoy cansada, hoy no quiero cenar; pero, sí quiero rezar el rosario antes de dormir. —dijo a Esme, de manera áspera.
Un poco decepcionada de que el día no acabara en una nota feliz para Rosa, ella la guio con paciencia hasta su habitación donde la ayudó a asearse y ponerse un camisón.
—Como no le temo a la muerte, quiero estar lista para ella. —sentenció con tono solemne, sentada frente al espejo de su tocador, mientras dejaba caer unas gotas de perfume sobre su cuello y muñecas. —Ahora hazme el favor de pintar mis labios y mejillas. Casi no tengo pulso… y no me gusta este camisón, ¿qué pasaría si la muerte me asalta esta noche y me lleva vistiendo piltrafas? ¡Me puede confundir con un alma en pena!
—No hable así, doña Rosa. Usted aún está muy fuerte y muy hermosa para la muerte. Hasta mañana, que descanse —respondió Esme y se retiró con calma, cerrando la puerta.
La luz del sol ya se había marchado y dejó de dibujar las sombras de los objetos en el interior de la habitación. La cama crujió cuando Rosa se sentó en ella con el rosario enredado en su puño para rezar. Con los ojos y labios entreabiertos, pronunció las oraciones un par de veces hasta que olvidó lo que estaba diciendo y se sintió furiosa por el desprecio de la ingrata muerte. Colgada aún de los últimos hilos de una extraña esperanza, por si la muerte llegara en cualquier momento con un retraso y pidiendo disculpas, apretó su rosario enfatizando voz alta “AHORA Y EN LA HORA DE NUESTRA MUERTE, AMÉN”.
Rosa volvió la mirada hacia el pequeño altar que estaba montado en la pared de su habitación, sobre una repisa de madera. En él yacían estampillas de santos, restos de imágenes chamuscadas y candelabros hambrientos por más cebo. Se acercó e hizo a un lado las cenizas que cubrían el paño de ñanduti y con mucho esmero acomodó el último retrato que le quedaba de un sonriente y bigotudo Ramón, vestido con un gallardo traje, el día de su boda.
Era un misterio cómo, cuándo y dónde se habían extraviado las demás fotografías de su difunto esposo. Esta última la encontró hurgando armarios esa mañana y la dejó sobre el altar para no olvidarse. Aunque en el retrato estaban juntos, Rosa no dudó en amputar su propia imagen de ilusa virgen de un solo tajo para su ceremonia.
—Hasta que Dios me permita volver a tu lado, Ramón—susurró antes de encender una larga vela delante del altar de sus recuerdos.
Cerró los ojos y empezó rezando algo que poco a poco se fue transformando en maldiciones, cuando una repentina ola de recuerdos la sacudió llevándola hasta una visión de Ramón llegando a la casa; viejo, cansado, y arrastrando los pies como un condenado, desde el portón de la entrada pasando por el pasillo de la sala, hasta llegar a la cocina. Traía consigo un mal humor que derrotaba todo júbilo a su alrededor y una incomodidad ajena ante la presencia de su esposa de tantos años.
—¿Será tal vez por el exceso de trabajo? —Se engañaba Rosa, mientras corría de un lado a otro con el afán de servirlo como a un verdadero rey.
Ramón ni la miraba, aumentaba el volumen de la televisión fiándose de una supuesta sordera, asfixiando cualquier ánimo de conversación y luego del último bocado se marchaba con la misma celeridad que lo había traído, excusándose con su inacabable trabajo. Rosa pretendía creerle acomodándose dentro de sus limitadas circunstancias, más ella sabía de sus andanzas, sus sospechosos olores, y sus extrañas maneras. Sabía que él cenaba más de una vez por día y que otra mujer lo acariciaba bajo el manto de la noche, oyendo su voz hasta la última vuelta de un reloj sin manecillas. Rosa incluso conocía su nombre y dónde vivía, sus malas costumbres y excusas de vida; pero, aun así, ella no comprendía las razones de su amado Ramón. Fue entonces cuando lo había perdido para siempre, y no en sus recuerdos como ella lo había creído.
Poseída por una desmesurada rabia frente al altar, donde la vela cumplía su firme condena, acercó el extremo de la foto del finado a la llama y sintió la satisfacción de verlo arder en su propio infierno, en su propio, ahora, altar del olvido.
Rosa contempló resuelta cómo sus mentiras, infidelidades y humillaciones iban disipándose junto a la humareda que bailoteaba ante sus ojos, y supo exactamente el porqué fue mejor perderlo antes que encontrarlo.
El dolor que embebía su alma ahora tenía una noción de justicia, y las ganas de volver a despertar por la mañana, a fin de vivir el mismo rito, la sorprendió al sentir el calor de la llama en sus dedos, antes de que se apague la vela.