Una anciana doblada por la vida y con la respiración dificultosa tomaba bocanadas de aire, apoyada en su bastón, antes de seguir avanzando hacia la cima, a través de un sendero que, marcado por los feligreses, moría en las puertas de la iglesia de Villa Devoto, cuyas paredes estaban revestidas de piedras antiquísimas sobre las que descansaban pesadamente las enormes vigas de madera que sostenían al templo.
Caía una llovizna de otoño que conspiraba con el silencio para subyugar las calles de una profunda soledad, mientras la tarde moría lentamente en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, durante el año 1959.
Ella se dirigió sin miedo al confesionario, se arrodilló con mucho esfuerzo y se santiguó serena, esperando la señal para librarse de la carga de su conciencia, sobre un joven que parecía incómodo, con la sotana almidonada que estrenaba ese día.
—Ave María Purísima —dijo él, dócilmente, luego de acercarse a la ventanilla que dejaba pasar pequeños rayos luminosos de las velas encendidas.
—Sin pecado concebida —respondió ella con la voz que se perdió en la inmensidad de los profundos recovecos de la iglesia vacía.
—¿Cuánto tiempo hace que no se confiesa? —preguntó él, con el típico acento de la región.
Ella sonrió para sí misma, con la satisfacción de haber guardado tan bien su secreto por casi cien años, a veces hasta saboreando ese logro más de la cuenta.
—Hace dos meses, padre… Aunque lo que hoy vengo a contarle es mi última confesión, porque ya los he visto, ¿sabe usted?
El joven no la comprendió, frunció el ceño y se limitó a guardar silencio, en tanto ella prosiguió.
—Estos últimos días se reúnen al pie de mi cama, me observan en silencio… Sé que la única razón que me impide reunirme con ellos es el peso de mi secreto. ¿Tiene tiempo?
—Claro, estoy aquí para escucharla —aseguró el padre.
—Cumplí con mi última penitencia… pero durante mucho tiempo callé el más grave de los pecados que he cometido y no lo hice por ignorancia u olvido, sino con toda premeditación, y hasta hoy ese gran secreto es el ancla que me sujeta a este mundo.
El ambiente se hizo cada vez más espeso, y luego de varios suspiros la anciana continuó:
—Corría el año 1869, yo tenía trece años. El hambre no solo me clavaba como un puñal en las entrañas, sino que parecía recrear el dolor de un reciente golpe en la cabeza, que me causaba constantes mareos y me hacía permanecer en un estado de eterno cansancio.
Al principio, la marcha de ancianos, mujeres, y niños que seguía al ejército paraguayo a través de los montes era numerosa y bulliciosa; pero con el transcurrir de los días, que por cierto nunca me atreví a contarlos, las voces de esas personas se fueron apagando, hasta que se convirtieron en almas errantes, vencidas, de semblantes ausentes, sin familiares y sin habla.
Descorazonados íbamos huyendo de los invasores, detrás de los oficiales que nos vociferaban las barbaridades que sufriríamos a manos de aquellos kambas si no acelerábamos el paso.
“Solo queremos descansar un poco”, clamaban algunas mujeres, con voces marchitas.
Una de ellas llevaba a su pequeño prendido al pecho y un canasto de bártulos que balanceaba sobrenaturalmente encima de la cabeza. El bebé continuaba nutriéndose de lo que quedaba de su madre, mientras ella trataba de contener el ataque de tos que amenazaba descostillarla por el esfuerzo que esto le producía.
Recuerdo que el oficial al mando de la fila la miró indolente y después giró de manera violenta la cabeza, tal vez para borrarla de sus pensamientos. Escupió al piso y siguió observando con el mismo desprecio al resto de los marchantes, entre quienes se encontraban abuelos, niños con los rostros y piecitos roñosos, estropeados al igual que sus madres, vistiendo harapos, sobreviviendo el vía crucis diario.
Los ojos de la anciana se humedecieron con estos recuerdos, su voz parecía debilitarse; pero, aun así, continuó diciendo:
—Aquella última vez habíamos marchado desde el amanecer y cuando el bosque nos cubrió con su manto de sombras, llegó la orden para detenernos. Era un raudo permiso para buscar en las inmediaciones algo que pudiera saciar el hambre. Las mujeres utilizaron sus últimas energías para blandir sus machetes, cortar gajos, yuyos medicinales, y sacudir los árboles frutales que las rodeaban.
Miró fijamente hacia el techo de la iglesia, sintiendo el mismo dolor de aquellos días, y luego de un inacabable suspiro, siguió:
—Mi madre trajo dos naranjas agrias y las rebanó con un cuchillo que acostumbraba a guardar sigilosamente en el cinturón de tela que ajustaba su falda. Me ofreció un pedazo de aquel acedo fruto y otro a mi hermana menor, Juana, que tenía doce años; mientras ella se quedó con el trozo más pequeño, tal como lo haría cualquier madre.
Antes de dormir extendimos el cuero de uno de los últimos animales sacrificados en la chacra que abandonamos hacía ya una eternidad, nos rendimos exhaustas a una noche sin luna; pero con algunas piadosas estrellas que brillaban detrás de las nubes, a las cuales rogábamos por el amparo de un techo seguro y sin lluvia durante la noche.
Desperté antes del amanecer con el corazón turbado por un mal sueño, que me dejó con la misma desazón provocada a diario por la guerra, ya ni siquiera podía soñar algo distinto a la miseria, desesperación e impotencia que vivíamos todos los días. Bajo las líneas de tintes lúgubres vi a mi madre, tan fuerte como abnegada, al igual que en sus mejores días, descansando a mi lado. Mi padre ya no podía lastimarla, ni con sus gritos, ni con los objetos lacerantes que utilizaba para curtir nuestra piel hasta dejarla en carne viva; ahora su inferioridad, filosa lengua, y machete lo acompañaban en algún campo de batalla, ya sea atravesado a su cuerpo o cadáver.
Apenas supimos que nos quedaríamos en ese lugar por un tiempo, empezamos a sembrar los campos aledaños junto a las demás mujeres, siempre acompañadas de un oficial que vigilaba nuestras labores y repartía azotes entre las más charlatanas.
Mi madre me rogaba silencio con sus ojos, porque sabía que yo solo quería huir de todo aquello y volver a nuestra querencia. No entendía por qué teníamos que seguirlos si todo estaba perdido y estábamos mejor solas, ya nuestro atormentador se había marchado.
—¿Qué vamos a hacer ahí sin tu papá, sin animales, y sin comida? —preguntaba ella sacudiendo mis hombros, buscando hacer algún contacto con mi inexistente juicio.
—¿Y si nos agarran los kambas por el camino o nos fusilan por traidoras? Hija por favor, bajá la voz y ya no me hables de esto. Nuestro destino está aquí. ¡Qué sea la última vez! —suplicaba angustiada.
Por supuesto que no la escuché, y conversaba a escondidas con Juana mientras lavábamos ropas o juntábamos yuyos, tratando de convencerla de que me ayude a huir.
—Ya voy a cumplir quince años. — le mentí yo —. No creo que esos kambas sean peores que los soldados que nos rodean y maltratan aquí. Ya no quiero verlas sufrir. Si los encuentro, me voy a esconder de ellos, te prometo. Ya sé cómo hacer todas las cosas de la chacra. Yo las esperaré allá.
—¿Y qué le voy a decir a mamá? ¿Qué vas a hacer sola allá? —preguntaba ella entre molesta y temerosa.
—Shiiiishhh, alguien puede escucharnos, hoy a la noche me voy, cuando nos manden a sembrar bajo la luz de la luna llena. La sargenta Isidora dijo que irían después del último rezo, solo te pido que no dejes sola a mamá.
—Está bien… —contestó, lánguida.
Esa noche, machete en mano, mi madre salió con un grupo de mujeres bajo la luz de una enorme y brillante luna que parecía iba a tragarse al monte de un solo bocado. Seguí con mis ojos su derrotada marcha hasta que se perdió junto al de las demás desdichadas, por el camino de las inmolaciones, mientras que yo me despedía en silencio, pidiéndole perdón bajo mi aliento.
Luego me detuve a decirle adiós a mi hermana, debajo de aquel cuero que nos abrigaba tanto del sol como la lluvia y envolvía nuestras penurias.
Ella, a pesar de su corta edad, poseía un alma sensata, con una quietud y sabiduría que parecían virtudes adiestradas, sobrevivientes de vidas pasadas. Acaricié los endurecidos nudos de sus cabellos, confortándola mientras sus lágrimas rodaban sin tregua, tratando de hacerme caer en la trampa de la melancolía, que amenazaba con tocar mis más íntimas fibras sentimentales. Me marché sin volver a mirarla.
La tierra húmeda del pastizal amortiguaba mis pasos y en cuanto vi unas sombras oscilando entre el follaje a mi alrededor, subí rápidamente a la copa del árbol más próximo, hasta asegurarme de que era un animal y no una persona la que merodeaba el lugar.
Luego de un buen tiempo de silencio, observando y memorizando todas las formas de la naturaleza bajo la luz de la luna, asumí que nada o nadie me seguía, entonces bajé con mucho cuidado y continué sin mirar atrás, hasta que alguien rodeó mi cuello con sus brazos, derrumbándome de un solo golpe sobre la hierba, detonando un dolor que se expandió por todo mi cuerpo, dejándolo inerte y boca arriba.
—¡Quieta, traidora! —dijo el hombre, cubriendo mi boca con sus agrestes manos, ante la posibilidad de que lance un alarido que apuñalase la quietud que reinaba.
El infeliz y enclenque soldado casi logra asfixiarme solamente con el pestilente olor a roña y mierda que emanaban de sus dedos, en cuanto yo pretendía detenerlo con las pocas energías que me restaban luego de mi caída y susto.
—¡Vas a pagar muy caro por esto, antes de que yo mismo te fusile! —exclamó regodeándose para luego darme unas bofetadas.
La resuelta depravación del famélico soldado aumentaba luego de que la bebida hurtada de su más reciente saqueo fermentaba en su estómago y se agolpara en sus venas. Mi flaqueza y la desolación del lugar fueron tan solo elementos agregados a la bárbara ecuación del momento.
Sin perder el tiempo, se posicionó encima de mí, removiendo con prisa parte del cuero que cubría su entrepierna, forzando todo su repugnante peso contra mi cuerpo, que yacía impotente y aturdido luego de sus golpes.
Intenté vanamente gritar, más el susto y la incredulidad de lo que estaba ocurriendo me cortaron la voz, que se redujo a un imperceptible sofoco. Su aliento irradiaba caña y putrefacción; pero, todo su ser olía a guerra, sudor, pólvora, tierra, y muerte. Tenía ganas de llorar; sin embargo, hasta mis lágrimas se avergonzaron del momento y no me permitieron rogarle clemencia a ese extraño diablo, pedirle que por el amor de Dios detuviera sus libidinosas intenciones conmigo. Durante aquel eterno forcejeo, arañé su rostro, sus brazos, tratando de impedir que sus asquerosas manos recorran mi cuerpo y levantaran mi falda. Más estaba tan indefensa a causa de mi extrema debilidad, bajo su peso y brutalidad.
Él perdió la paciencia con mi alboroto y volvió a golpearme, jadeando como un animal moribundo, abriendo mis piernas, y amenazando con lancearme en ese instante con las fuerzas que le restaban. Ni bien me dijo eso, su voz se petrificó en el aire y no pude ver lo que pasó a continuación porque estaba atrapada bajo su sombra y extremidades, pero él se detuvo súbitamente cayendo a un costado, tal como si un rayo lo hubiese fulminado allí mismo, en ese instante.
No comprendí lo que había pasado y me levanté aturdida, observando al hombre semidesnudo, con el pantalón llegando a sus rodillas, tendido a un lado. Me incorporé con las piernas temblorosas a causa del miedo y la debilidad crónica que sufría, arreglando mi falda y acomodando mi blusa.
Cuando secaba el frío sudor que recorría mi frente y retrocedía de aquel confuso escenario, pude observar una silueta que sujetaba una enorme piedra en una de sus manos, lista para un segundo ataque. Su familiar y cándido rostro se dibujó delante de mis ojos como un verdadero milagro y corrí a abrazarla, pero ahora ella fue quien aplacó mis lágrimas entre sollozos ahogados.
Fue la última vez que pude llorar en los brazos de mi valiente hermana Juana, que en ese instante quiso decirme algo; pero, sus palabras quedaron atravesadas en su garganta porque en vez de escuchar su inocente voz, un hilo de sangre brotó de su boca.
—¡Hijas del demonio! ¡Traidoras! ¡Las mataré a las dos!, pero antes…— sus palabras se detuvieron, en tanto ese demonio señalaba su entrepierna, ensangrentado y todavía tambaleando, apuntándome con algo que parecía ser un machete.
Me dispuse a correr hacia cualquier dirección, pero antes de conseguirlo, él se arrojó encima de mí con todas sus fuerzas, apartándome de mi hermana, que quedó tendida a mis pies, inmóvil y con el cuerpito atravesado por una lanza.
Esta vez él empezó a rasgar mis ropas como un animal salvaje, en cuanto yo trataba de resguardarme de sus garras, ambos luchando exhaustos y desnutridos pero inflexibles a ceder a los instintos del otro. De alguna manera logré sujetar su cráneo entre mis manos por un instante, e introduje mis dedos en la herida abierta que Juana había provocado con la piedra, asestándole una terrible agonía instantánea que lo hizo detenerse gimoteando de dolor, y fue allí que rematé mi ataque, impulsada por la furia de lo que había hecho a mi hermanita. Me abalancé sobre su persona correspondiendo a su bestialidad y procedí a arrancarle una de sus orejas con todos los dientes y el vigor que me restaba.
Él había dejado caer su machete para sujetarse la cabeza, desconcertado por el achaque, bañado en sangre. Yo aproveché el momento para tomar aquella arma y correr sin descansar, no sé por cuanto tiempo o distancia, lo más que pudiera, lo suficiente para que la vida siguiese siendo vida y no se convirtiera en muerte.
Solo me detuve cuando la luz del sol asomaba sus intensos rayos sobre las serranías, cegándome el paso, sorprendiéndome en el intento de subir a una ladera pedregosa, y así seguir huyendo de aquel infame, ya que mi mente azuzada me hacía creer que aún me perseguía sediento de venganza.
Desorientada, me resguardé en una gruta que encontré en las cercanías, y me dormí hasta el día siguiente, creo… — Entonces la mujer hizo una pausa para continuar narrando; pero sentía un dolor en la garganta como si una piedra estuviera atorada en ella —. Padre, ¿podría darme un poco de agua, por favor? Mejor si es bendita —añadió ella.
El sacerdote accedió de inmediato a su pedido y cuando volvió con el vaso del bendito líquido pudo observar la pequeña figura de una mujer que continuaba postrada, con la cabeza cubierta completamente por un oscuro velo.
Ella se lo agradeció, levantó el velo y bebió con dificultad, tosiendo al principio, lo cual inquietó al joven que se apresuró a decirle:
—Hija mía… Lo que usted confesó, no es un pecado suyo.
Él se sintió extraño consigo mismo al llamar así a una anciana que bien podría ser su abuela. La mujer ignoró sus palabras y sujetando reciamente el rosario que tenía en las manos, prosiguió su relato:
—Luego de aquel descanso en la gruta, continué mi solitaria marcha bajando el cerro por unos ásperos senderos donde las ramas rasguñaron mi piel sin misericordia y no me dejaban cicatrizar las eternas llagas que nacían en las plantas de mis pies.
Las espinas de los mbocaya me traían tanto dolor como felicidad, ya que sus frutos eran mi único alimento en ese trayecto y sus hojas mi único abrigo durante las noches en las que me quedaba dormida llorando bajo la copa de algún árbol. Veía una y otra vez a Juana desvanecerse en mis brazos. Regresaba a mi cabeza la perversidad y pestilencia de aquel hombre, su rabia, su sangre y su cobardía.
Imaginé a mi madre derrumbarse al suelo de rodillas ante la noticia, muriendo de decepción al enterarse de todo lo que ocurrió esa noche, por mi culpa. No podía volver junto a ella o al campamento después de todo eso, posiblemente me había enterrado en su corazón junto a mi dócil hermana Juana. Ella no merecía tamaño disgusto y deshonra.
Caminé sin rumbo por varios días, a sabiendas de que estaba perdida, esquivando la verdad de que ahora sí, no tenía un hogar, familia, o a alguien junto a quien volver.
Una mañana me detuve al encontrar un cristalino arroyo que me invitó a lavar todas las heridas de mi cuerpo y también las de mi alma. Me sumergí en sus aguas un buen rato, y lloré en silencio, bebiendo mis lágrimas agridulces, machacando mis ropas contra las piedras, tratando de borrar todos los rastros de sangre y pecado ajeno de ellas, cuando una voz me acarició el alma diciendo en guaraní:
—Mba’e piko, che memby kuña.
Era una anciana de escasa cabellera nevada, jorobada y bajita, que se sujetaba al bastón que tenía en la mano como si su existencia dependiera del mismo.
Ya ni vergüenza sentía en ese entonces, ella me ayudó a vestir mis ropas y me guio hasta su choza que no estaba muy lejos del manso torrente.
Por el camino me dijo que se llamaba Eugenia y cuando llegamos me ofreció un tarro de sopa de raíces que había preparado esa mañana. Luego lavó las heridas de mis pies con sumo cuidado, las envolvió con unas grandes hojas y me rogó que descanse un poco para luego seguir conversando.
Era una mujer llena de bondad, viuda desde hacía muchos años, amiga de la selva y conocedora de la naturaleza que la rodeaba.
El enemigo se había robado su última mula dándole una tremenda paliza, que la dejó postrada por mucho tiempo; aun así, ella se negaba a dejar aquel lugar y dedicaba sus días a alimentar la gran esperanza que le quedaba de volver a ver a su unigénito hijo Félix, que se había marchado a pelear en la guerra.
—Él me pidió que lo espere, me prometió que volvería. No me puedo morir sin verlo regresar a mis brazos, por eso sigo aquí —decía con la voz de una niña, entre suspiros, resignada a su destino.
Sintió mucha lástima cuando le conté todo lo que había pasado en el campamento junto a las demás mujeres, y la engañé diciéndole que toda mi familia había muerto hacía mucho tiempo.
—Quedátena acá, che memby kuña, hasta que todo pase, quién sabe que será de nosotras si te vas. Mejor que estés por aquí con tu machete siempre listo, que nos puede ser de gran utilidad —me suplicó ella.
Lo había resuelto antes de escuchar su propuesta, en verdad no tenía adonde ir, tampoco tenía el coraje ni la fortaleza necesaria para seguir deambulando sin destino.
La inmensa tristeza que sentía enmarañaba mi corazón y mi juicio. Mis heridas aún no sanaban y estaba exhausta de marchar por los montes, así como lo hacía en mis cavilaciones, que reconstruían la trágica escena de mi vida, buscando e ideando otro final a aquella terrible noche en la cual perdí absolutamente todo.
Con su senil paciencia, Eugenia me enseñó a curar heridas con remedios yuyos, a armar trampas para animales, a sembrar tubérculos y a cantar las melodías de las aves del bosque.
Ella se transformó en la madre que había perdido gracias a las estupideces que cometí en el pasado, y la devoción con la que rezaba abrazada a un rústico rosario todas las noches pidiendo a Dios por el fin de la guerra, me inspiró a creer que podríamos ser felices algún día.
Una tarde vimos pasar cerca del arroyo a unas mujeres que semejaban un ejército de fantasmas, junto a unas carretas cargadas de dolor, guiadas por la ilusión de encontrar la paz en su propia tierra. Las llamamos con gritos, agitando los brazos; parecían no escucharnos o vernos. Corrí hasta ellas en un arrebato de desesperación, Eugenia rengueaba detrás de mí, pero estas mujeres apenas se inmutaron con nuestra presencia o insistentes preguntas, el horror de convivir con la muerte y destrucción por tanto tiempo las había devastado hasta convertirlas en despojos.
Una de ellas dijo que los enemigos estaban muy lejos y que el ejército las había liberado de sus labores para volver a sus hogares si así lo quisiesen, y nos dio la terrible noticia de que muchos de los nuestros habían muerto, pero que el Karai Guasu seguía vivo y huyendo de ellos.
Las dos vivíamos distintas esperas y nos llenamos de expectativas ante estas revelaciones. Yo secretamente esperaba que mi padre no regrese, pero deseaba con todas las fuerzas de mi corazón que mi madre sí lo hiciera, mientras que Eugenia aguardaba por el hijo que tanto amaba y añoraba. Ambas abrigábamos la esperanza de volver a ver a nuestros seres queridos con vida.
Pasaron otras almas por el lugar diciendo que todo estaba perdido, eso nos llevó a pensar que se acercaba el final de la guerra, y hasta reconsideré volver a la chacra para ver a mi madre, contarle sobre el heroísmo de Juana y pedirle perdón de rodillas; pero, no lo haría antes de tener noticias sobre el hijo de Eugenia, nunca podría abandonarla, jamás la dejaría ensimismada en aquella resolución que tenía de eludir a la muerte cada día, esperando a su hijo.
Cada amanecer íbamos juntas al arroyo, a lavar ropas o traer agua en los cántaros, con la esperanza de ver o escuchar a alguien pasar por allí cerca.
Un día llegábamos a la choza en el mismo instante en que el cielo se enfurecía y empujaba sus nubes más tenebrosas sobre nuestro camino. Cuando ya estábamos cerca, vimos una sombra que se movía en los alrededores, buscando algo con insistencia y suma torpeza.
Creímos que era uno de los kambas que venía a saquearnos, pero allí no había nada de valor o comida, apenas teníamos unos porotos dentro de un tarro para la cena.
Le rogué a Eugenia que se detenga allí mismo y tomé el machete, preguntando:
—¿Quién está allí? ¿Qué quiere? ¡No tenemos nada!
—¿Mamá? —dijo una voz sufrida que parecía desintegrarse en el aire.
En eso vimos salir a un esquelético y oscuro ser que se encontraba detrás de un árbol, llevaba puesto nada más que un chiripá destrozado, reducido a un mazo de flecos. Su rostro y cuerpo estaban cubiertos de heridas, llagas y picaduras de insectos. Tenía el cabello largo, una barba roñosa y había perdido un ojo, el otro que le quedaba estaba medio abierto, con una secreción amarillenta que brotaba del mismo, formando una corteza a su alrededor.
—¿Félix? —dijo Eugenia, echando su bastón al piso y acercándose a aquel hombre en cuanto las primeras grandes gotas de lluvia empezaron a caer pesadas como piedras del cielo.
Ninguno de los dos le dio importancia a eso, y se fundieron en aquel prolongado abrazo de tan soñado reencuentro.
Yo intenté decirles que entren, pero el viento hablaba más fuerte y solo después de unos cuantos estruendos que produjeron fuertes temblores en la tierra, ambos decidieron abrigarse de aquella tormenta y cobijarse bajo el techo de palmas de la choza.
Encendí el fuego para calentarnos, y dentro de la única ollita que teníamos, eché a hervir una pequeña papa junto a los porotos y unas hierbas que habíamos recogido esa misma tarde.
Eugenia, aún empapada de emoción y lluvia, limpiaba las heridas de su hijo, mientras murmuraba oraciones entre labios, y yo machacaba las raíces que ella me indicaba, tratando de ignorar el vendaval que azotaba sin misericordia nuestra morada.
Félix parecía mudo, sentado en el suelo, absorto en un mundo que solo él conocía y lo había hecho prisionero desde hace mucho tiempo.
Su madre lavó sus ojos con esmero, le pasó meticulosamente el ungüento que había preparado, y cubrió su cuerpo con el único poncho limpio que le quedaba.
—Comé esto, por favor, che memby —le rogaba Eugenia a su hijo, dándole de comer con sus manos como si este fuera nuevamente un niño.
Él tomaba algunos sorbos y apenas contestaba unas que otras de las tantas preguntas que su madre le hacía, su silencio pesaba, arrastrando consigo las penas, los gritos de los atormentados, y ríos de sangre que corrieron bajo sus pies; de aquellos hombres que vio sucumbir en los campos de batalla y fuera de ellos. La guerra lo había estropeado y jamás sería el mismo Félix que la pobre Eugenia se quedó esperando todo este tiempo. Mi corazón se estremeció con este pensamiento.
Él, a su vez, no preguntó quién era yo ni por qué estaba allí, y no volvió a hablar esa noche.
Eugenia despertó la mañana siguiente con una fiebre que la hacía delirar. Félix había desaparecido y yo la confortaba diciendo que él había vuelto para cumplir su promesa, mientras secaba el sudor de su rostro con frecuencia, esperando verlo para que me ayude a cuidarla o para que saliera a buscar más agua, hierbas y leña.
Más era como si él nunca hubiese estado allí, hasta creí que fue solo una espantosa visión suya la que nos había visitado esa noche borrascosa.
El sol iba cayendo por detrás de los árboles y Eugenia se volvía menos coherente, creyendo que yo era su marido a veces, o maldiciéndome por ser uno de los kambas que la golpeó aquel día y faenó su último animal sin lástima ante sus ruegos, y más tarde ya ni siquiera abría la boca para beber el agua con las hierbas que ella misma me había pedido que prepare.
Desesperada rezaba con todas mis fuerzas, hurgando el horizonte en busca de algún rastro de su amado y único retoño. Corrí hasta el arroyo para buscarlo, lo llamé diciendo que su madre estaba muy enferma y quería verlo, porque pensé que podría estar escondido o bajo algún trance; pero no logré encontrarlo.
Luego de muchas vueltas, volví frustrada a cuidar de Eugenia porque ya era de noche y perdí todas las esperanzas de volver a ver a su hijo. Cuando me acercaba a la choza, noté un fuego que brillaba a lo lejos, mi corazón presentía cosas que yo no podía descifrar entonces, y maldije el momento en que dejé sola a esa pobre mujer. Me acerqué con cautela para ver que estaba pasando y vi la sombra de Félix que se dibujaba en la tierra, de espaldas a las llamas.
—Félix, tu mamá… — empecé a decir.
—Ya la enterré… —me interrumpió ásperamente, sin darse vuelta siquiera.
Dejé escapar un grito que hizo eco en la profundidad de la noche y no pude contener mi llanto por esa dulce anciana que había sido como una madre para mí durante el peor momento de mi vida. Un dolor punzante embargó mi corazón, nublándolo por completo. Delineé su rostro cansado de facciones bondadosas una vez más en mi mente.
Ella dormía profundamente cuando la dejé para ir en busca de su hijo.
Me lamenté de rodillas, mirando al cielo, buscando su estrella y desesperada fui a buscarla donde la había dejado, pero ella ya no estaba, mientras que Félix seguía de pie sin decir nada.
Volví para enfrentarlo, por lo menos me hubiera dejado despedirme de ella, sin embargo, él giró a observarme detenidamente con el único ojo que le quedaba sano.
Sentí crecer la rabia que lo consumía en ese instante junto a las llamas de la fogata, que inútilmente querían quebrar la tensión del momento con sus volátiles chispas. Félix tenía en sus manos el machete que yo había dejado debajo del cuero donde dormía en la choza.
—No la maté, si eso es lo que estás pensando, estaba muerta cuando llegué… Buscando algo para cavar la tierra, encontré este machete, que algún día fue mío —dijo él, observando mi reacción.
Mis ojos se agrandaron desesperados, mi cuerpo languideció, y el último aliento que recorría mi pecho me abandonó. Todo empezó a dar vueltas y casi pierdo el sentido en la avalancha de recuerdos que me atropelló en ese instante.
Félix me tomó del cuello y me arrojó al suelo con violencia.
—¡Mirá lo que me hiciste perra, hija del demonio! —gritó haciendo a un lado su cabellera y mostrándome que en vez de una oreja tenía un agujero enterrado en medio de un montículo de carne mal cicatrizada.
Me vi de nuevo atrapada en aquella horrible noche de luna llena, en el adiós que nunca pude dar a mi querida madre, en tanto mi hermana se encontraba exhalando su último suspiro en mis brazos con una lanza en el pecho, Félix encima de mí medio desnudo, violentándome.
—Aquella noche volví al campamento y encontré a tu madre desesperada… A falta de municiones, tuve que lancearla … ¡Ejecutada como deben morir todas las que han parido traidores! —agregó Félix como si nada, deleitándose en mi dolor, parado frente a mí con el fuego, ahora ardiendo a sus espaldas.
Cuando pensé que mi corazón no podía soportar más tragedias, además de las olas de desgracias que tuve que navegar, solo para volver a encontrarme con este demonio, tuve que concordar con el mismo diablo que él me había ganado la partida y me sorprendió con esta maquinación que solo podía ser de su ingenio.
Pero yo había recuperado mi fortaleza gracias a la sabiduría de Eugenia y la nobleza de sus hierbas, así que aquellas palabras solo despertaron la saña que envolvía aquella trágica memoria que había sepultado bajo la luz de la luna y una terrible sed de venganza.
Félix ya no tenía el respaldo de un cuerpo sano o una visión completa, mucho menos la falsa pujanza de un buen trago. Mis lágrimas tal vez habían nublado mi vista por un momento; pero, mi rabia y puntería no me fallaron cuando me levanté propulsada por mis emociones y lo empujé encima de las llamas con vehemencia, apoderándome de su machete y asestándole profundos cortes por todo el cuerpo como si fuese la peor maleza que encontré a mi paso y en mi vida.
Lo hice hasta que dejé de oír su horrible voz y solo quedó flotando en la noche el sonido del golpe seco de la cuchilla contra la tierra.
Las llamas se sofocaron por un instante, chamuscando las carnes de aquel miserable que despedían un olor indescriptible e insoportable, pero volví a atizarlas con más leña, asegurándome de que ese maldito arda en su propio infierno, hasta que llegué a ver sus cenizas al amanecer, dispersándose en los torbellinos del cálido viento norte.
Después de eso hui hasta llegar a la capital, donde conocí a un capitán de navío argentino que me dejó abordar una de sus embarcaciones que iba rumbo a la frontera con la Argentina. Nunca más volví a ese lugar o a mi querida tierra, Paraguay. Me alejé de ella para siempre, tratando de no vivir bajo la sombra de la guerra, la añoranza hacia mi familia, la inocencia de Eugenia y la perversidad de Félix.
—Muchas son las heridas que mi corazón abriga y sé que ya no tengo mucho tiempo, padre. Espero que Dios sepa perdonarme y permita reunirme con mi madre y hermana que ya me esperan —sentenció la mujer con la voz resquebrajada y el corazón deshecho.
Algunas de las velas que aún ardían en los candelabros de la iglesia velaban por la muerte que atrajo este relato.
—Señora… —dijo el sacerdote, tropezando con sus propias palabras y con los ojos cargados de lágrimas—. Esta historia es la más espantosa y cruel que he escuchado en toda mi corta existencia. Quisiera darle una penitencia justa… pero déjeme agradecerle, por así decirlo, por el desgarrador relato que acaba de contarme, porque de alguna manera fui elegido para tomar su confesión y solo el Señor sabe la razón.
Vaya tranquila —continuó el joven— a reunirse en paz junto con su familia, que ya la espera —le aseguró él, cargando ahora con el peso de aquel sufrimiento y de lo que creyó era una injusticia hecha justicia, un circuito de desgracias que culminaron exactamente donde se habían originado.
La mujer solo guardó silencio, abatida por sus recuerdos, respetando el ritmo de las gotas de lágrimas que iban cayendo sobre sus manchadas y arrugadas manos, que aún continuaban entrelazadas con el rosario que alguna vez perteneciera a Eugenia.
Aunque el joven sacerdote se sintió abrumado por aquellas revelaciones, no pudo más que sentirse digno de ser el confidente de una de aquellas mujeres sobrevivientes del apocalipsis de la Triple Alianza.
Ella entonces se puso de pie con cierta dificultad, aunque sintiéndose más alivianada que cuando había llegado esa tarde. Se había deshecho de su gran pena y se marchó, apoyándose intrincadamente en su bastón, envuelta en absoluta paz, sin volver la mirada para ver si alguien o algún recuerdo la perseguían.
Las puertas de la iglesia se cerraron detrás de ella y al padre Jorge Bergoglio no le quedaron dudas de que las mujeres paraguayas, además de ser valientes y sacrificadas, eran también las más gloriosas de todas las historias que él había conocido.