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El color del amor

Sus padres lo rechazaron sin siquiera conocerlo. Le dijeron que tenían otro candidato que la llevaría hasta un “merecido futuro”.

“Ya no iras a solas de paseo por el campo. Solo podrás salir de la casa en compañía de tu madre y ni se te ocurra ir hasta aquel arroyo a quedarte por horas allí sentada… Quien sabe que secretos entrañas” Le dijo su padre sin misericordia.

Durante los siguientes días, Haydeé cargó con su dolor clandestino, secando sus ilegítimas lágrimas por aquel amor prohibido en las mangas de su vestido de domingo, aunque fuera lunes.

Desde la mañana, las manecillas del antiguo reloj de la sala perseguían su torpe intento de cambiar el curso de sus pensamientos, hasta que llegaba la noche y la obligaban a sumar un día más sin amor a su lista.

Su padre le advirtió que pronto llegaría hasta el humilde rancho, el verdadero y digno príncipe de sus sueños, y “Que más vale olvide a ese simple jardinero afligido, quien no podría ofrecerle más que un ramo de flores de un campo que ni siquiera era dueño.”

A Haydeé poco le importaba la fortuna o dinastía, ya que creció sin conocerlas y prefería morir asfixiada en el aroma de las flores que Jerónimo le regalaba todos los días antes que compartir el mismo aire con un rico desconocido hasta el final de sus días.

“Ya está todo arreglado. Es solo una visita de cortesía antes de la boda”, Le anuncio su madre una noche cuando la pobre se marchitaba de afecto junto al último ramillete de su flor predilecta, el ciclamen del monte, que lo atesoraba oculto debajo de su almohada.

“Si las promesas de amor de Jerónimo fueran verdaderas, estas flores aún tendrían el mismo color y él me buscaría y llevaría lejos de aquí.” Decía ella, aplastada por los recuerdos, acariciando los pétalos deshidratados que caían junto a sus lágrimas.

Al amanecer del día siguiente, sus padres la obligaron a fijar la mirada en el sendero que se abría entre los cerros que rodeaban al rancho para ver llegar a ver a su “futuro” en cualquier momento.

Haydeé obedeció, tratando de controlar a su imaginación que dibujaba a Jerónimo, llegando al rescate, encima de una descomunal bestia cuadrúpeda, vestido como un príncipe y envuelto en una radiante bruma a pedir su mano.

Pero de un minuto a otro, el sol se aburrió de la espera y paso a formar parte de la retaguardia de una repentina nube negra que trajo consigo a un furioso aguacero que no le permitió discernir más allá del corredor donde ella se encontraba.

“De seguro ya no viene” pensó Haydeé, pero su alivio tuvo la misma duración que el chaparrón que se iba, pues sus ojos le revelaron la figura de un caballero que llegaba por la embarrada senda que conducía a la casa, ensopado desde la punta del sombrero hasta las suelas de sus botas y que además estaba a punto caerse de su caballo.

El padre de Haydeé salió a socorrerlo, mientras que la madre apresuró a su hija a entrar a la casa sin que ella pudiera presenciar el final de la escena. 

Hospedaron al hombre en una habitación al fondo de la casa y Haydeé no supo ni quiso saber de su suerte, aunque secretamente deseaba su muerte, alentando a la implacable tos que lo achacaba sin tregua.

Cuando al fin logró ponerse de pie, los padres de Haydeé lo presentaron formalmente como a un fino caballero venido de tierras lejanas en busca de una doncella como ella.

Le dijeron, también, que él poseía educación, propiedades, campos, ganados y un afán de hacerla su esposa. Haydeé sería la ofrenda para este extraño y sus riquezas.

Ella era dueña de su excepcional belleza, que flameaba en la cúspide de la montaña llamada juventud. Su piel trigueña, cabellos oscuros, ojos rasgados y formas contorneadas, herencias de la raza guaraní.

El caballero dijo llamarse Victorino y traía consigo, además de su escasa y descolorida cabellera,

dos legítimos pedazos del cielo en los ojos, situación que forzaba a las personas a ignorar sus verdaderas primaveras.

La voz le temblaba al hablar, sin embargo, prometió a los padres de Haydeé cuidarla como a verdadero “tesoro” al mismo tiempo que acariciaba con sus manchadas y arrugadas manos las trenzas de la novia.

Haydeé lloro toda esa noche y las siguientes consecutivas antes de la boda, esperando simplemente amanecer, petrificada de tanta tristeza y embalsamada en sus propias lágrimas.

Llamaba a su amado Jerónimo entre suspiros sofocados, añorando su perfume húmedo del monte y la libertad que traía consigo de aquellos rincones.

“Un día no muy lejano, nos casaremos Haydeé. Te haré la mujer más feliz del mundo. Tendremos nuestra casita al pie de la sierra, cerca de un gran árbol con la sombra perfecta para brotar un jardín de ciclamen con las semillas de nuestro amor.”

Haydeé sonreía bañada en su propio llanto y se preguntaba hasta cuando sufriría por su amor.

Dijeron por ahí que Jerónimo se marchó del pueblo junto a su corazón despedazado luego de las festividades de la boda. Algunos dicen que la cobardía de no luchar por su amada lo mato por el camino sin rumbo que llevaba. Otros que se marchó atormentado a vivir en perpetua soledad al monte, mientras que los más románticos hicieron correr el rumor de que se quedó dormido bajo la sombra de un árbol y se transformó en una planta que engendraba pimpollos de un color indescriptible que se marchitaban de amargura antes de florecer.

Haydeé también se marchó de allí, llevando consigo el dolor de su recuerdo y la dádiva de su virginidad intacta, atada al consuelo en una vida prospera.

Durante los siguientes años, ella ni siquiera tuvo tiempo de maldecir a aquel falso aristócrata de Victorino, quien solo aparecía, de vez en cuando, ebrio, despreciándola y también a sus hijos, quienes corrían aterrorizados al oír su voz.

Como lo hizo desde la primera vez que lo vio en su vida, Haydeé rezaba sin turbaciones hacia los diez mandamientos para que la muerte se lo llevara y más de una vez lo dio por hecho al encontrarlo postrado en el umbral de la miserable choza que hacía pasar por palacio en sus habladurías.

Al principio, eran solo acreedores quienes se acercaban hasta aquel lugar queriendo cobrar las deudas de apuestas perdidas que Victorino dejaba a su paso, luego empezaron a llegar mujeres con hijos en brazos pidiendo ayuda para calmar sus llantos de hambre.

Todos se espantaban de la terrible situación de Haydeé junto a sus cinco hijos indigentes y volvían sus pasos por el camino que los trajo, cuestionando su propia ingenuidad ante las palabras de un viejo y ahora, conocido embustero.

Los años que pasaron endurecieron el corazón de Haydeé y ella fue apagando sus sentimientos, sus recuerdos, hasta el punto de convertirse en una mujer de largos silencios, que posaba la mirada fija en el horizonte, tal vez volviendo en el tiempo, tarareando una canción que nunca pudo bailar pegada a nadie.

Victorino apareció después de muchos años dispuesto a cumplir algún pedazo del papel de esposo y padre jamás requerido. Estaba tan cansado y viejo, que apenas logro acomodarse en un viejo sillón del patio y se mantuvo allí por horas en absoluto silencio.

Sus hijos lo reconocieron de vista inmediatamente, pero no de corazón.

Haydeé lo ignoro con la misma fuerza que Victorino lo hizo durante años. Pero a estas alturas ella lo hacía de una manera auténtica y orgánica, ya que genuinamente le importaba un carajo si él estaba sentado allí o en cualquier otra parte del mundo.

Después de varias horas de su llegada y de seguir petrificado, fue que llegaron a la conclusión de que él había muerto y nadie lo supo como, ni en que momento.

Su entierro fue fugaz, sin lágrimas ni lamentos, y Haydeé se resguardó en la certeza de que nunca más iría a verlo sentado orondamente en su sillón, donde ella planeaba morir algún día, vieja, tranquila y en paz con la vida.

Para ese entonces Haydeé dejo de creer en el amor de los hombres hacía mucho tiempo y dedico el resto de sus mejores años a la crianza de sus hijos mediante el sudor de su exhausto cuerpo, hasta que llego el día en que ella pudo sentarse a reposar tranquila en el sillón del patio, abanicándose y filosofando sobre la vida.

Poco a poco, sin quererlo, ella fue acercándose a la mejor parte de su pasado, en especial cuando sentía por las tardes flotar en el aire, el aroma de las flores que recibía de su amado Jerónimo.

Con más frecuencia que antes, se preguntaba por él, aunque a su edad, ya no recordaba el orden de lo acontecido, ni podía distinguir lo real de lo imaginario y cambiaba el nombre de las personas constantemente, aunque últimamente ya les inventaba uno.

Pero la vida tuvo la gentileza de borrar el sabor amargo que le habían dejado sus grandes tristezas y como una ola de mar traía hasta su memoria, pedazos de felicidad que ella los iba coleccionando como verdaderos tesoros del alma.

Cuando un día le preguntaron de que color quería vestirse para el festejo de sus noventa y pocos años, ella contestó sin pensarlo: “El color del amor.”

Todos se preguntaron de que color se trataba, pero ella se mantuvo en silencio, sonriendo consigo misma, conversando con Jerónimo, quien la llevaba de la mano hasta un gran árbol que abrigaba a sus pies, un interminable jardín de ciclamen.

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